La década dorada de Rincón
Por. Jorge Arturo Díaz Reyes
Un mes después gana el trofeo de la feria de Quito, a continuación los dos de la feria de Cali (triunfador y mejor faena), que le había firmado cuatro corridas cuando las otras plazas nacionales no quisieron arriesgar contratándolo, y seis meses más tarde abre por primera vez la puerta grande de Las Ventas.
La plaza de Madrid ha recordado en el ciclo “Una década de toreo”, su sorprendente y ahora histórico paso por ella. Pusieron su foto a hombros en la cabecera del portal. Ya le habían colocado antes una placa mural de honor, entre las de Antonio Ordóñez y Antoñete, nada menos, y publicaron un especial con los datos del período.
Buenos datos. Pero las frías estadísticas no pueden traducir el fragor de aquellos años buenos en que para brillar hubo de no dejarse borrar por las luces de Ortega Cano, Espartaco,“Joselito”, José Tomás, Enrique Ponce, Uceda y al final del Juli, entre otros.
La esencia del toreo es intraducible a las matemáticas, como también lo es a los lenguajes de la pintura, la escultura, el cine, el video, el Internet y la literatura, por mucho y bellamente que se hayan esforzado en capturarla. Hay que vivirla, hay que haber estado ahí, ahí mismo.
Esa década, marcada a fuego en la piel y en la sangre del pequeño bogotano, en el recuerdo de quienes fuimos testigos y como el coro griego replicantes, y en los archivos y videotecas, va más allá del cliché de la cuatro puertas grande consecutivas en el 91, de la feroz batalla con “Bastonito” en el 94, de las apoteosis en otras plazas y de los faenones malogrados con la espada.
¿Cómo la construyó? Quizá solo haciendo lo que Joaquín Vidal adivinó en su crónica “La gran conmoción”, del País el 2 de octubre del 91: “Nada nuevo ocurrió… Pero había quienes no habían visto jamás lo que es el toreo puro y, precisamente, eso fue lo que César Rincón reverdeció en el ruedo de Las Ventas.”